Entrevistamos a Aritza Loroño y José Mari del Moral, fundadores de Colectivia y Micolet.
Entre la edad media y el inicio del Renacimiento, muy poca gente se podía permitir comprar ropa debido a su exorbitante precio. Por aquel entonces, cada pieza de ropa, cada vestido, cada camisa y cada pantalón eran piezas únicas echas a medida para la persona que las compraba.
Los vestidos se pasaban de madres a hijas como un legado. Y los señores de la casa podían dar algunas de sus prendas a sus sirvientes como forma de pago.
Era común encontrar mercaderes de ropa de segunda mano en los mercados. Por ejemplo, en Venecia los Strazzaruoli tenían que seguir un aprendizaje de 5 años para poder montar su propia tienda de segunda mano. En el mercado Vecchio de Florencia, los rigattieri eran muy populares entre los más desfavorecidos por el bajo precio pero alta calidad de sus complementos.
Entre finales del siglo 19 y principios del siglo 20, esto empezó a cambiar. Estábamos viviendo la llegada del pret-a-porter, las tallas estandarizadas y, con ello el mercado de segunda mano fue perdiendo su atractivo hasta acabar convirtiéndose en pura exportación a países más pobres, como puedan ser los del continente africano.
Aunque durante la segunda guerra mundial y otras guerras, la demanda de productos de segunda mano aumentó, la realidad es que la industrialización de la moda ha acabado derivando en la industria del fast fashion, que ha convertido a la ropa en bienes casi de usar y tirar, y a unos precios tan bajos que no parecen dejar espacio para la segunda mano.
Esta tendencia ha ido embaucando a los consumidores durante décadas, hasta el punto en el que llevar puesta ropa usada por otras personas se ha asociado a la pobreza y, con ello, ha sido algo alejado de la mente de muchos de nosotros por muchos años.
Curiosamente, a finales del siglo XX, llego una tendencia que empezaría a cambiarlo todo, la ropa vintage. En un mundo donde se fabrican millones de unidades de cada prenda, el tener ropa antigua bien conservada, era una de las pocas opciones para destacar.
La ropa vintage ofrecía calidad, ya que la ropa antes de los años 60 y 70 estaba diseñada para que durara para siempre. Incluso se le añadía tela extra que quedaba siempre en el interior de las prendas, para facilitar cualquier tipo de adaptación a quien lo comprara.
También son prendas únicas, que nadie más puede llevar. Esto llevó a que muchas celebrities apostaran por la ropa vintage en su afán por llamar la atención. Y, de esta forma, llegó al gran público.
Y no menos importante, la ropa vintage tenía alma propia, una historia asociada a cada prenda.
Gracias a esta moda, en 2006 Sophia Amoruso fundaba Nasty Gal, una tienda en eBay donde Sophia vendía ropa vintage que compraba por 3 duros en tiendas de segunda mano. En apenas 6 años, Nasty Gal movía 100 millones de dólares al año, y aunque su final no fue nada bonito, si que representó uno de los indicios de que la ropa de segunda mano volvía para quedarse.
A día de hoy tenemos más compradores de segunda mano que nunca. El mercado de segunda mano apenas suponía el 3% de las ventas de ropa en el 2008, superó el 6% del total del mercado en 2018, y está previsto que siga creciendo hasta ser el 13% del total del mercado en 2028.
A nivel de volumen de negocio, el mercado de segunda mano mueve unos 24.000 millones de dólares, y crecerá hasta los 51.000 millones de dólares en 2023
De ser ciertas estas previsiones, para 2028 el mercado de segunda mano sería el doble de grande que el mercado del fast fashion, demostrando que esta tendencia encaja mucho mejor con los valores de las nuevas generaciones.
Y esto último, nos queda aún mas claro al ver que los que más compran productos de segunda mano son los más jóvenes, la generación Z. El 37% de esta generación ha comprado algún producto de segunda mano, seguidos por los Milenials con un 29%, la Generación X con un 18% y los Baby Boomers con un 19%.
Y es que, como decía Coco Chanel, “para ser irremplazable, una siempre tiene que ser diferente”.